Un elefante se separó de la manada y fue a cruzar un viejo y frágil puente de madera tendido sobre un barranco.
La débil estructura se estremeció y crujió, apenas capaz de soportar el peso del elefante.
Una vez a salvo al otro lado del barranco, una pulga que se encontraba alojada en una oreja del elefante exclamó, enormemente satisfecha: "¡Muchacho, hemos hecho temblar ese puente!"
Durante una fiesta, en el Japón, le hicieron probar una popular bebida japonesa a un turista, el cual, después de tomar la primera copa, observó que el mobiliario de la habitación se movía.
"Es una bebida muy fuerte...", le dijo a su anfitrión.
"No demasiado", replicó éste. "Lo que ocurre es que hay un terremoto".
Iban de viaje dos monjes, uno de los cuales practicaba la espiritualidad del ahorro, mientras que el otro creía en la renuncia. Se habían pasado el día discutiendo acerca de sus respectivas espiritualidades, hasta que, al atardecer, llegaron a la orilla de un río.
El que creía en la renuncia no llevaba dinero consigo, y le dijo al otro: "No podemos pagar al barquero para que nos pase al otro lado, pero tampoco hay que preocuparse por el cuerpo. Será mejor que pasemos aquí la noche alabando a Dios, y seguro que mañana encontraremos a un alma buena que nos pague la travesía".
Y dijo el otro: "A este lado del río no hay pueblo, caserío, cabaña ni refugio alguno. Nos devorarán las bestias salvajes, o nos picarán las serpientes, o nos moriremos de frío. Sin embargo, al otro lado del río podemos pasar la noche confortablemente y a salvo. Yo tengo dinero para pagar al barquero".
Y una vez a salvo en la otra orilla, le regañó a su compañero: "¿Has visto para lo que vale el ahorrar dinero? Gracias a ello he podido salvar tu vida y la mía. ¿Qué nos habría ocurrido si yo hubiera sido un hombre de renuncia como tú?"
Y el otro le replicó: "Ha sido tu renuncia la que nos ha permitido cruzar el río, porque te has desprendido de parte de tu dinero para pagar al barquero, ¿no es así? Además, como yo no llevaba dinero en mi bolsillo, tu bolsillo se ha hecho mío. La verdad es que he observado que yo no sufro jamás, porque siempre tengo lo que necesito".
Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio, junto a la ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De pronto oyó algo que le pareció una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.
El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que él vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo: "Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia, y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir como los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar".
Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una barca llena de gente, "¡Salte adentro, Padre!", le gritaron. "No, hijos míos", respondió el sacerdote lleno de confianza, "yo confío en que me salve la providencia de Dios".
El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra barca llena de gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que subiera. Pero él volvió a negarse.
Entonces se encaramó a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un agente de policía a rescatarlo con una motora. "Muchas gracias, agente", le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente, "pero ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme".
Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue quejarse ante Dios: "¡Yo confiaba en ti! ¿Por qué no hiciste nada por salvarme?"
"Bueno", le dijo Dios, "la verdad es que envié tres botes, ¿no lo recuerdas?".