Goldberg poseía el más hermoso jardín de la ciudad y, siempre que pasaba por allí, el rabino le decía a Goldberg: "Tienes un jardín que es una preciosidad. ¡El Señor y tú sois socios!"
"Gracias, rabino", respondía Goldberg, a la vez que hacía una reverencia.
Y así durante días, semanas y meses... Al menos dos veces al día, cuando se dirigía a la sinagoga o regresaba de ella, el rabino decía lo mismo: "¡El Señor y tú sois socios!". Hasta que a Goldberg empezó a fastidiarle lo que, evidentemente, pretendía ser un cumplido por parte del rabino.
De manera que la siguiente vez que el rabino djo: "¡El Señor y tú sois socios!", Goldberg le replicó: "Tal vez tengas razón. ¡Pero tendrías que haber visto este jardín cuando era el Señor su único propietario!"
"Gracias, rabino", respondía Goldberg, a la vez que hacía una reverencia.
Y así durante días, semanas y meses... Al menos dos veces al día, cuando se dirigía a la sinagoga o regresaba de ella, el rabino decía lo mismo: "¡El Señor y tú sois socios!". Hasta que a Goldberg empezó a fastidiarle lo que, evidentemente, pretendía ser un cumplido por parte del rabino.
De manera que la siguiente vez que el rabino djo: "¡El Señor y tú sois socios!", Goldberg le replicó: "Tal vez tengas razón. ¡Pero tendrías que haber visto este jardín cuando era el Señor su único propietario!"
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