Nistero el Grande, uno de los Santos Padres egipcios del Desierto, iba un día paseando en compañía de un gran número de discípulos, que le veneraban como a un hombre de Dios.
De pronto, apareció entre ellos un dragón, y todos salieron corriendo.
Muchos años más tarde, cuando Nistero yacía agonizante, uno de los discípulos le dijo: "Padre, ¿también vos os asustasteis el día que vimos el dragón?"
"No", respondió Nistero.
"Entonces, ¿por qué salisteis corriendo como todos?"
"Pensé que era mejor huir del dragón para no tener que huir, más tarde, del espíritu de vanidad".
El pueblo se vio sacudido por un terremoto, y al Maestro le complació comprobar la impresión que produjo en sus discípulos la falta de miedo que él había demostrado.
Cuando, unos días más tarde, le preguntaron qué significaba vencer el miedo, él les hizo recordar su propio ejemplo: "¿No visteis cómo, cuando todos corrían atemorizados de un lado para otro, yo seguí tranquilamente sentado bebiendo agua? ¿Y acaso alguno de vosotros vio que mi mano temblara mientras sostenía el vaso?"
"No", dijo un discípulo. "Pero no era agua lo que bebíais, señor, sino salsa de soja".
Era frecuente ver al párroco charlando animadamente con una hermosa mujer de mala reputación, y además en público, para escándalo de sus feligreses.
De manera que le llamó el obispo para echarle un rapapolvo. Y una vez que el obispo le hubo reprendido, el sacerdote le dijo: "Mire usted, monseñor, yo siempre he pensado que es mejor charlar con una mujer guapa y con el pensamiento puesto en Dios que orar a Dios y con el pensamiento puesto en una mujer guapa".
Cuando el monje va a la taberna,
la taberna se convierte en su celda;
cuando el borracho va a la celda,
la celda se convierte en su taberna.
Érase una vez un asceta que, además de practicar un riguroso celibato, se había propuesto como misión en la vida combatir el sexo a toda costa, tanto en él como en los demás.
Cuando le llegó la hora, falleció, y su discípulo, que no pudo soportar la impresión, murió poco después. Cuando el discípulo llegó a la otra vida, no podía dar crédito a sus ojos: ¡allí estaba su querido maestro con una mujer extraordinariamente hermosa sentada en sus rodillas!
Pero se le pasó el susto cuando se le ocurrió pensar que su maestro estaba siendo recompensado por la abstinencia sexual que había observado en la tierra. Entonces se acercó a él y le dijo: "Querido maestro, ahora sé que Dios es justo, porque tú estás recibiendo en el cielo la recompensa por tus austeridades en la tierra".
El maestro, que parecía bastante molesto, le dijo: "¡Idiota, ni esto es el cielo ni yo estoy siendo recompensado, sino que ella está siendo castigada!
Cuando el zapato encaja, te olvidas del pie;
cuando el cinturón no aprieta, te olvidas de la cintura;
cuando todo armoniza, te olvidas del "ego".
Entonces, ¿de qué te sirven tus austeridades?
Un obispo se arrodilló un día delante del altar y, en un arranque de fervor religioso, empezó a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
El párroco de la Iglesia, movido por aquel ejemplo de humildad, se hincó de rodillas junto al obispo y comenzó igualmente a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
El sacristán, que casualmente se encontraba en aquel momento en la iglesia, se sintió tan impresionado que, sin poder contenerse, cayó también de rodillas y empezó a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
Al verlo, el obispo le dio un codazo al párroco y, señalando con un gesto hacia el sacristán, sonrió sarcásticamente y dijo: "¡Mire quién se cree un pecador...!"
Un prestigioso político británico no dejaba de pedir a Disraeli una baronía. El Primer Ministro no podía encontrar el modo de complacer al inoportuno político, pero se las ingenió para negarle lo que solicitaba sin herir sus sentimientos. "Siento mucho", le dijo, "no poder darle la baronía; pero puedo darle algo bastante mejor: puede usted decir a sus amigos que le he ofrecido una baronía y que usted la ha rehusado".
Entró un hombre en la consulta del médico y le dijo: "Doctor, tengo un terrible dolor de cabeza del que no consigo librarme. ¿Podría usted darme algo para curarlo?"
"Lo haré", respondió el médico. "Pero antes deseo comprobar una serie de cosas. Dígame, ¿bebe usted mucho alcohol?"
"¿Alcohol?", replicó indignado el otro. "¡Jamás pruebo semejante porquería!"
"¿Y qué me dice del tabaco?"
"Pienso que el fumar es repugnante. Jamás en mi vida he tocado el tabaco".
"Me resulta un tanto violento preguntarle esto, pero..., en fin, ya sabe usted cómo son algunos hombres... ¿Sale usted por las noches a echar una cana al aire?"
"¡Naturalmente que no! ¿Por quién me toma? ¡Todas las noches estoy en la cama a las diez en punto, como muy tarde!"
"Y dígame", preguntó el doctor, "ese dolor de cabeza del que usted me habla, ¿es un dolor agudo y punzante?"
"¡Sí!", respondió el hombre. "¡Eso es exactamente: un dolor agudo y punzante!"
"Es muy sencillo, mi querido amigo. Lo que le pasa a usted es que lleva el halo demasiado apretado. Lo único que hay que hacer es aflojarlo un poco".
Lo malo de los ideales es que,
si vives con arreglo a todos ellos,
resulta imposible vivir contigo.
Cuatro monjes decidieron caminar juntos en silencio durante un mes. El primer día, todo fue estupendamente; pero, pasado el primer día, uno de los monjes dijo: "Estoy dudando si he cerrado la puerta de mi celda antes de salir del monasterio".
Y dijo otro de ellos: "¡Estúpido! ¡Habíamos decidido guardar silencio durante un mes, y vienes tú a romperlo con esa tontería!".
Entonces dijo el tercero: "¿Y tú, qué? ¡También tú acabas de romperlo!"
Y el cuarto monje dijo: "¡A Dios gracias, yo soy el único que aún no ha hablado!"
Todo el mundo en la ciudad veneraba al anciano sacerdote de noventa y dos años. Su fama de santidad era tan grande que, cuando salía a la calle, la gente le hacía profundas reverencias. Además, era miembro del Club de los Rotarios y, siempre que se reunía el Club, allí estaba él, siempre puntual y siempre sentado en su lugar favorito: un rincón de la sala.
Un día desapareció el sacerdote. Era como si se hubiera desvanecido en el aire, porque, por mucho que lo buscaron, los habitantes de la ciudad no consiguieron hallar rastro de él. Pero al mes siguiente, cuando se reunió el Club de los Rotarios, allí estaba él como de costumbre, sentado en su rincón.
"¡Padre!", gritaron todos, "¿dónde ha estado usted?" "En la cárcel", respondió tranquilamente el sacerdote. "¿En la cárcel? ¡Por todos los santos! ¿Si es usted incapaz de matar una mosca...¿Qué es lo que ha sucedido?" "Es una larga historia", djo el sacerdote; "pero en pocas palabras, lo que sucedió fue que saqué un billete de tren para ir a la ciudad y, mientras esperaba en el andén la llegada del tres, apareció una muchacha guapísima acompañada de un policía. Se volvió hacia mí, luego hacia el policía, y le dijo: "¡El ha sido!" Y, para serles sinceros, me sentí tan halagado que me declaré culpable".