Un obispo se arrodilló un día delante del altar y, en un arranque de fervor religioso, empezó a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
El párroco de la Iglesia, movido por aquel ejemplo de humildad, se hincó de rodillas junto al obispo y comenzó igualmente a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
El sacristán, que casualmente se encontraba en aquel momento en la iglesia, se sintió tan impresionado que, sin poder contenerse, cayó también de rodillas y empezó a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
Al verlo, el obispo le dio un codazo al párroco y, señalando con un gesto hacia el sacristán, sonrió sarcásticamente y dijo: "¡Mire quién se cree un pecador...!"
El párroco de la Iglesia, movido por aquel ejemplo de humildad, se hincó de rodillas junto al obispo y comenzó igualmente a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
El sacristán, que casualmente se encontraba en aquel momento en la iglesia, se sintió tan impresionado que, sin poder contenerse, cayó también de rodillas y empezó a golpearse el pecho y a exclamar: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador...!"
Al verlo, el obispo le dio un codazo al párroco y, señalando con un gesto hacia el sacristán, sonrió sarcásticamente y dijo: "¡Mire quién se cree un pecador...!"
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