En cierta ocasión, un joven escritor le confesaba a Mark Twain que estaba perdiendo la confianza en su capacidad para escribir. "¿No ha experimentado usted nunca esa sensación?", le preguntó.
"Sí", respondió Twain. "Una vez, después de llevar casi quince años escribiendo, de pronto me vino la idea de que no poseía el más mínimo talento de escritor."
"¿Y qué hizo usted? ¿Dejó de escribir?"
"¿Cómo iba a hacerlo? ¡Para entonces ya era yo famoso!
El médico decidió que había llegado el momento de decirle al paciente la verdad: "Creo que es mi deber decirle que está usted muy enfermo y que no es probable que viva más de uno o dos días. Debería usted poner en orden sus asuntos. ¿Hay alguien a quien desearía ver?"
"Sí", le respondió el paciente con un hilo de voz.
"¿A quién?", preguntó el médico.
"A otro médico."
Basándose en los informes que le habían dado de él, el Califa nombró a Nasrudin Consejero Mayor de la corte. Y puesto que su autoridad no le provenía de su propia competencia, sino del patronazgo del Califa, Nasrudin se convirtió en un peligro para todos cuantos acudían a consultarle, como se evidenció en el siguiente caso:
"Nasrudin, tú que eres un hombre de experiencia", le dijo un cortesano, "¿conoces algún remedio para el dolor de ojos? Te lo pregunto, porque a mí me duelen tremendamente."
"Permíteme que comparta contigo mi experiencia", le dijo Nasrudin. "En cierta ocasión tuve dolor de muelas, y no encontré alivio hasta que me las hice sacar."
Debido a una serie de circunstancias, un huevo de águila fue a parar a un rincón del granero donde una gallina empollaba sus huevos. Y así fue como el pequeño aguilucho fue incubado con los polluelos.
Pasado algún tiempo, el aguilucho, inexplicablemente, empezó a sentir deseos de volar. De modo que le preguntó a mamá gallina: "¿Cuándo voy a aprender a volar?"
La pobre gallina era perfectamente consciente de que ella no podía volar ni tenía la más ligera idea de lo que otras aves hacían para adiestrar a sus crías en el arte del vuelo. Pero, como le daba vergüenza reconocer su incapacidad, respondió evasivamente. "Todavía es pronto, hijo mío. Ya te enseñaré cuando llegue el momento".
Pasaron los meses, y el joven aguilucho empezó a sospechar que su madre no sabía volar. Pero no fue capaz de escapar y volar por su cuenta, porque su intenso deseo de volar se había mezclado con el sentimiento de agradecimiento que experimentaba hacia el ave que la había incubado.
Se celebraba el cumpleaños del párroco, y los niños habían acudido a felicitarle y a llevarle sus regalos.
El párroco tomó el paquete, envuelto en papel de regalo, que le entregó la pequeña Mary y dijo: "¡Ah!, ya veo que me has traído un libro..." (El padre de Mary regentaba una librería en la ciudad).
"Sí. ¿Cómo lo sabe?
"¡El Padre lo sabe todo...!"
"Y tú, Tommy, me has traído un jersey", dijo el párroco al recoger el paquete que le entregaba Tommy. (El padre de Tommy vendía artículos de lana). "Es verdad", dijo el niño. "¿Cómo lo sabe?" "Ah, el Padre lo sabe todo...!"
Y así sucesivamente, hasta que llegó el regalo de Bobby, cuyo envoltorio estaba húmedo (el padre de Bobby venía vinos y licores). Y el párroco dijo: "Ya veo que me has traído una botella de whisky y que se te ha derramado un poco..." "Se equivoca", dijo Bobby, "no es whisky". Bueno, entonces será una botella de ron..." "Tampoco". El párroco tenía los dedos mojados y se llevó uno de ellos a la boca, pero no identificó el sabor. "¿Es ginebra...?" "No", respondió Bobby. "Le he traído un cachorro."