El sacerdote anunció que el domingo siguiente vendría a la iglesia el mismísimo Jesucristo en persona, y lógicamente, la gente acudió en tropel a verlo. Todo el mundo esperaba que predicara, pero él, cuando fue presentado, se limitó a sonreír y dijo: "Hola". Todos, y en especial el sacerdote, le ofrecieron su casa para que pasara aquella noche, pero él rehusó cortésmente todas las invitaciones y dijo que pasaría la noche en la iglesia. Y todos pensaron que era muy apropiado.
A la mañana siguiente, a primera hora, salió de allí antes de que abrieran las puertas de la iglesia. Y cuando llegaron el sacerdote y el pueblo, descubrieron horrorizados que su iglesia había sido profanada: las paredes estaban llenas de "pintadas" con la palabra "¡CUIDADO!" No había sido respetado un solo lugar de la iglesia: puertas y ventanas, columnas y púlpito, el altar y hasta la biblia que descansaba sobre el atril. En todas partes, ¡CUIDADO!, pintado con letras grandes o con letras pequeñas, con lapicero o con pluma, y en todos los colores imaginables. Dondequiera que uno mirara, podía ver la misma palabra: "¡CUIDADO!, cuidado, Cuidado, CUIDADO, cuidado, cuidado...!
Ofensivo. Irritante. Desconcertante. Fascinante. Aterrador. ¿De qué se suponía que había que tener cuidado? No se decía. Tan sólo se decía: "¡CUIDADO!" El primer impulso de la gente fue borrar todo rastro de aquella profanación, de aquel sacrilegio. Y si no lo hicieron, fue únicamente por la posibilidad de que aquello hubiera sido obra del propio Jesús.
Y aquella misteriosa palabra, "¡CUIDADO!", comenzó, a partir de entonces, a partir de entonces, a surtir efecto en los feligreses cada vez que acudían a la iglesia. Comenzaron a tener cuidado con las Escrituras, y consiguieron servirse de ellas sin caer en el fanatismo. Comenzaron a tener cuidado con los sacramentos, y lograron santificarse sin caer en la superstición. El sacerdote comenzó a tener cuidado con su poder sobre los fieles, y aprendió a ayudarles sin necesidad de controlarlos. Y todo el mundo comenzó a tener cuidado con esa forma de religión que convierte a los incautos en santurrones. Comenzaron a tener cuidado con la legislación eclesiástica, y aprendieron a observar la ley sin dejar de ser compasivos con los débiles. Comenzaron a tener cuidado con la oración, y ésta dejó de ser un impedimento para adquirir confianza en sí mismos. Comenzaron incluso a tener cuidado con sus ideas sobre Dios, y aprendieron a reconocer su presencia fuera de los estrechos límites de su iglesia.
Actualmente, la palabra en cuestión, que entonces fue motivo de escándalo, aparece inscrita en la parte superior de la entrada de la iglesia, y si pasas por allí de noche, puedes leerla en un enorme rótulo de luces de neón multicolores.
Entre los judíios, la observancia del Sábado, el día del Señor, era originariamente algo gozoso; pero los rabinos se pusieron a promulgar mandatos acerca de cómo había que observarlo y de las actividades que estaban permitidas, hasta que algunas personas se dieron cuenta de que apenas podían moverse durante el sábado, por miedo a transgredir tal o cual norma.
Baal Sem, hijo de Eliezer, reflexionó mucho a este respecto, y una noche tuvo un sueño: un ángel se lo llevó al cielo y le mostró dos tronos situados mucho más arriba que los demás.
"¿Para quién están reservados?", preguntó.
"Para ti", le respondió el ángel, "si sabes hacer uso de tu inteligencia, y para un hombre cuyo nombre y dirección escribo ahora mismo en este papel que te entrego".
A continuación, fue llevado al lugar más profundo del infierno y le fueron mostrados dos asientos vacíos. "¿Para quién están reservados?", preguntó.
"Para ti", fue la respuesta, "si no sabes hacer uso de tu inteligencia, y para el hombre cuyo nombre y dirección figuran en este papel que ahora se te entrega".
En su sueño, Baal Sem fue a visitar al hombre que habría de ser su compañero en el paraíso, y descubrió que vivía entre los gentiles, que ignoraba por completo las costumbres judías y que los sábados solía dar un banquete de los más animado al que invitaba a todos sus vecinos gentiles. Cuando Baal Sem le preguntó por qué celebraba aquel tipo de banquetes, el otro le respondió: "Recuerdo que, siendo niño, mis padres me enseñaron que el sábado era un día de descanso y regocijo; por eso mi madre hacía los sábados las más suculentas comidas, en las que cantábamos, bailábamos y armábamos un gran jaleo. Y yo he seguido su ejemplo".
Baal Sem trató de instruir a aquel hombre en los usos de lo que en realidad era su religión, porque aquel hombre había nacido judío, pero, evidentemente, ignoraba por completo todo tipo de prescripciones rabínicas. Pero se quedó sin habla cuando se dio cuenta de que la alegría que aquel hombre experimentaba lo sábados se echaría a perder si se le hacía tomar conciencia de sus deficiencias.
En el mismo sueño, Baal Sem acudió luego a visitar a su posible compañero del infierno, y descubrió que se trataba de un hombre que obsevaba estrictamente la ley y que sentía el temor constante de que su conducta no fuera la apropiada. El pobre hombre se pasaba todo el sábado en un estado de tensión originado por sus escrúpulos, como si estuviera sentado sobre brasas. Y cuando Baal Sem trató de reprenderle por ser tan esclavo de la ley, perdió la facultad de hablar al caer en la cuenta de que aquel hombre nunca comprendería que podía actuar equivocadamente por tratar de cumplir las normas religiosas.
Gracias a esta revelación en forma de sueño, Baal Sem elaboró un nuevo sistema de observancia, según el cual a Dios se le da culto con la alegría que brota del corazón.
Cuando las personas están alegres,
siempre son buenas;
mientras que, cuando son buenas,
rara vez están alegres.
Las personas verdaderamente religiosas
observan la Ley.
Pero ni la temen,
ni la reverencian,
ni la absolutizan,
ni la magnifican desproporcionadamente,
ni la explotan.
El mullah Narudin se encontró un diamante al borde la carretera. Según la ley, el que encuentra algo sólo puede quedarse con ello si anuncia su hallazgo, en tres ocasiones distintas, en el centro de la plaza del mercado.
Como Nasrudin tenía una mentalidad demasiado religiosa como para hacer caso omiso de la ley, y además era demasiado codicioso como para correr el riesgo de tener que entregar lo que había encontrado, acudió durante tres noches consecutivas al centro del mercado de la plaza, cuando estaba seguro de que todo el mundo estaba durmiendo, y allí anunció con voz apagada: "He encontrado un diamante en la carretera que conduce a la ciudad. Si alguien sabe quién es su dueño, que se ponga en contacto conmigo cuanto antes".
Naturalmente, nadie se enteró de las palabras del mullah, excepto un hombre que, casualmente, se encontraba asomado a su ventana la tercera noche y oyó cómo el mullah decía algo entre dientes. Cuando quiso averiguar de qué se trataba, Nasrudin le replicó: "Aunque no estoy en absoluto obligado a decírtelo, te diré algo: como soy un hombre religioso, he acudido aquí esta noche a pronunciar ciertas palabras en cumplimiento de la ley".
Propiamente, para ser malo
no necesitas quebrantar la ley.
Basta con que la observes a la letra.
Las personas verdaderamente religiosas
observan la Ley.
Pero ni la temen
ni la reverencian
ni la absolutizan
ni la magnifican desproporcionalmente...
El Señor Smith había asesinado a su esposa, y la defensa alegó enajenación mental transitoria. El acusado se encontraba declarando, y su abogado le pidió que describiera cómo había sido el crimen.
"Señor juez", dijo él, "yo soy un hombre tranquilo y ordenado que vive en paz con todo el mundo. Todos los días me levanto a las siete, desayuno a las siete y media, comienzo mi trabajo a las nueve, lo dejo a las cinco de la tarde, llego a casa a las seis, encuentro la cena en la mesa, ceno, leo el periódico, miro la televisión y me voy a la cama. Así he vivido hasta el día de marras..."
Al llegar a este punto, su respiración se aceleró y un brillo de cólera asomó en sus ojos.
"Prosiga", dijo tranquilamente el abogado. "Cuente a este tribunal lo que sucedió".
"Aquel día me desperté a las siete, como de costumbre; desayuné a las siete y media, comencé mi trabajo a las nueve, lo dejé a las cinco de la tarde, llegué a casa a las seis y descubrí, consternado, que la cena no estaba en la mesa. Tampoco había rastro de mi mujer. De modo que busqué por toda la casa y la encontré en la cama con un extraño. Entonces le disparé".
"Describa lo que sintió en el momento en que la mataba", dijo el abogado, visiblemente interesado en subrayar este punto.
"Yo estaba inconteniblemente furioso. Sencillamente, me había vuelto loco. ¡Señor juez, damas y caballeros del jurado", gritó, a la vez que golpeaba con su puño el brazo del sillón, "cuando yo llego a casa a las seis de la tarde, exijo terminantemente que la cena esté en la mesa!"
En una pequeña ciudad, un hombre marcó en el teléfono el 016 y pidió que le pusieran con Información. Al otro lado del teléfono se oyó la voz de una mujer: "Lo siento, tendrá que marcar el 015".
Cuando hubo marcado el 015, le pareció escuchar la misma voz. Entonces dijo: "¿No es usted la señora con la que acabo de hablar?"
"Lo soy", respondió la voz. "Es que hoy cubro los dos servicios".
Las personas verdaderamente religiosas
observan la Ley.
Pero ni la temen
ni la reverencian
ni la absolutizan....
Un empleado del ferrocarril informó de un asesinato ocurrido en un tren en los siguientes términos: "El asesino accedió al vagón desde la plataforma, asestó cinco salvajes puñaladas a la víctima, cada una de las cuales era mortal de necesidad, y abandonó el tren por la otra puerta, apeándose en la vía y, consiguientemente, transgrediendo las normas de la Compañía de Ferrocarriles".
Le criticaban a un noble el que hubiera incendiado la catedral. Y él dijo que lo lamentaba de veras, pero que le habían informado -erróneamente, como demostraron los hechos- de que el Arzobispo se encontraba dentro.
Las personas verdaderamente religiosas
observan la Ley.
Pero ni la temen
ni la reverencian...
Un sargento preguntó a un grupo de reclutas por qué se usaba madera de nogal para la culata del rifle.
"Porque es más dura que cualquier otra madera", respondió uno de ellos.
"Incorrecto", dijo el sargento.
"Porque es más elástica", dijo otro.
"Incorrecto también".
"Porque tiene mejor brillo..."
"Ciertamente, tenéis mucho que aprender, muchachos. ¡Se emplea madera de nogal por la sencilla razón de que así lo dicen las ordenanzas!"
Las personas verdaderamente religiosas
observan la Ley.
Pero ni la temen...
"¿Cómo se gana usted la vida?", le preguntó una señora a un hombre joven durante un "cocktail".
"Soy paracaidista".
"Debe ser tremendo saltar con paracaídas...", dijo la señora.
"En fin..., tiene sus malos momentos, sí".
"¿Y cuál ha sido su más terrible experiencia?"
"Bueno", dijo el paracaidista, "creo que fue una vez en que caí en un césped en el que había un letrero que decía:
"PROHIBIDO PISAR LA HIERBA".
En un desierto país, los árboles eran bastante escasos y resultaba difícil encontrar fruta. Se decía que Dios quiso asegurarse de que hubiera suficiente para todos, y por eso se había aparecido a un profeta y le había dicho: "Este es mi mandamiento para todo el pueblo, tanto ahora como en futuras generaciones: nadie comerá más de una fruta al día. Hazlo constar en el Libro Sagrado. Y quien quebrante esta ley será considerado reo de pecado contra Dios y contra la humanidad".
La ley fue fielmente observada durante siglos, hasta que los científicos descubrieron el modo de convertir el desierto en un vergel. El país se hizo rico en cereales y ganado, y los árboles se doblaban bajo el peso de la fruta, que no era recogida, porque las autoridade civiles y religiosas del país seguían manteniendo en vigor la antigua ley.
Y cualquiera que diera muestras de haber pecado contra la humanidad por permitir que se pudriera fruta en el suelo, era tildado de blasfemo y enemigo de la moralidad. Se decía que tales personas, que ponían en tela de juicio la sabiduría de la Sagrada Palabra de Dios, eran guiadas por el orgulloso espíritu de la razón y carecían del espíritu de fe y de sumisión, que era requisito imprescindible para recibir la Verdad.
En los templos solían pronunciarse sermones en los que se afirmaba que los que quebrantaban la ley acababan mal. Ni una sola vez se mencionaba a los que, en igual número, acababan mal a pesar de haber observado fielmente la ley, ni tampoco a los muchísimos que prosperaban a pesar de haberla quebrantado.
Y no podía hacerse nada por cambiar la ley, porque el profeta que había pretendido haberla recibido de Dios había muerto hacía mucho tiempo. De haber vivido, tal vez hubiera tenido el valor y el sentido común de cambiar la ley a tenor de las circunstancias, porque habría tomado la Palabra de Dios no como algo que hubiera que reverenciar, sino como algo que debía usarse para el bienestar del pueblo.
La consecuencia de todo ello es que había personas que se burlaban de la ley, de Dios y de la religión. Otras la quebrantaban en secreto, y siempre con la sensación de estar pecando. Pero la inmensa mayoría la observaba fielmente, llegando incluso a considerarse santos por el simple hecho de haber respetado una absurda y anticuada costumbre de la que el miedo les impedía prescindir.
En un determinado lugar de una accidentada costa, donde eran frecuentes los naufragios, había una pequeña y destartalada estación de salvamento que constaba de una simple cabaña y un humilde barco. Pero las pocas personas que la atendían lo hacían con verdadera dedicación, vigilando constantemente el mar e internándose en él intrépidamente, sin preocuparse de su propia seguridad, si tenían la más ligera sospecha de que en alguna parte había un naufragio. De ese modo salvaron muchas vidas y se hizo famosa la estación.
Y a medida que crecía dicha fama, creció también el deseo, por parte de los habitantes de las cercanías, de que se les asociara a ellos con tan excelente labor. Para lo cual se mostraron generosos a la hora de ofrecer su tiempo y su dinero, de manera que se amplió la plantilla de socorristas, se compraron barcos nuevos y se adiestró a nuevas tripulaciones. También la cabaña fue sustituida por un confortable edificio capaz de satisfacer adecuadamente las necesidades de los que habían sido salvados del mar y, naturalmente, como los naufragios no se producen todos los días, se convirtió en un popular lugar de encuentro, en una especie de club local. Con el paso del tiempo, la vida social se hizo tan intensa que se perdió casi todo el interés por el salvamento, aunque, eso sí, todo el mundo ostentaba orgullosamente las insignias con el lema de la estación. Pero, de hecho, cuando alguien era rescatado del mar, siempre podía detectarse el fastidio, porque los náufragos solían estar sucios y enfermos y ensuciaban la moqueta y los muebles.
Las actividades sociales del club pronto se hicieron tan numerosas, y las actividades de salvamento tan escasas, que en una reunión del club se produjo un enfrentamiento con algunos miembros que insistían en recuperar la finalidad y la actividad originarias. Se procedió a una votación, y aquellos alborotadores, que demostraron ser minoría, fueron invitados a abandonar el club y crear otro por su cuenta.
Y esto fue justamente lo que hicieron: crear otra estación en la misma costa, un poco más allá, en la que demostraron tal desinterés de sí mismo y tal valentía que se hicieron famosos por su heroísmo. Con lo cual creció el número de sus miembros, se reconstruyó la cabaña... y acabó apagándose su idealismo. Si, por casualidad, visita usted hoy aquella zona, se encontrará con una serie de clubs selectos a lo largo de la costa, cada uno de los cuales se siente orgulloso, y con razón, de sus orígenes y de su tradición. Todavía siguen produciéndose naufragios en la zona, pero a nadie parece preocuparle demasiado.
Así crecen las organizaciones espirituales:
Un guru quedó tan impresionado por el progreso espiritual de su discípulo que, pensando que ya no necesitaba ser guiado, le permitió independizarse y ocupar una pequeña cabaña a la orilla del río.
Cada mañana, después de efectuar sus abluciones, el discípulo ponía a secar su taparrabos, que era su única posesión. Pero un día quedó consternado al comprobar que las ratas lo habían hecho trizas. De manera que tuvo que mendigar entre los habitantes de la aldea para conseguir otro. Cuando las ratas también destrozaron éste, decidió hacerse con un gato, con lo cual dejó de tener problemas con las ratas, pero, además de mendigar para su propio sustento, tuvo que hacerlo para conseguir leche para el gato.
"Esto de mendigar es demasiado molesto", pensó, "y demasiado oneroso para los habitantes de la aldea. Tendré que hacerme con una vaca". Y cuando consiguió la vaca, tuvo que mendigar para conseguir forraje. "Será mejor que cultive el terreno que hay junto a la cabaña", pensó entonces. Pero también aquello demostró tener sus inconvenientes, porque le dejaba poco tiempo para la meditación. De modo que empleó a unos peones que cultivaran la tierra por él. Pero entonces se le presentó la necesidad de vigilar a los peones, por lo que decidió casarse con una mujer que hiciera esta tarea.
Naturalmente, antes de que pasara mucho tiempo se había convertido en uno de los hombres más ricos de la aldea.
Años más tarde, acertó a pasar por allí el guru, que se sorprendió al ver una suntuosa mansión donde antes se alzaba la cabaña. Entonces le preguntó a uno de los sirvientes: "¿No vivía aquí un discípulo mío?"
Y antes de que obtuviera respuesta, salió de la casa el propio discípulo. "¿Qué significa todo esto, hijo mío?", preguntó el guru.
"No va usted a creerlo, señor", respondió éste, "pero no encontré otro modo de conservar mi taparrabos".
Alguien solicitó del obispo el "imprimatur" para un libro dirigido a los niños que contenía las parábolas de Jesús, unas cuantas ilustraciones y una serie de sentencias evangélicas. Ni una palabra más.
El "imprimatur" fue concedido con la acostumbrada reserva: "El "imprimatur" no implica necesariamente que el obispo comparta las opiniones expresadas en el libro".
¡Y dale con las trabas organizativas!
Un obispo estaba examinando la idoneidad de un grupo de candidatos al bautismo.
"¿En qué habrán de conocer los demás que sois católicos?", les preguntó.
Pero no obtuvo respuesta. Evidentemente, nadie esperaba aquella pregunta. El obispo la repitió, pero esta vez haciendo el signo de la cruz para darles una pista sobre la respuesta exacta.
De pronto, uno de los candidatos dijo: "¡En el amor!".
El obispo quedó desconcertado, y a punto estuvo de decir: "Falso", pero se contuvo en el último momento.
Según un cierto relato, cuando Dios creó el mundo y quedó extasiado ante la bondad del mismo, Satán compartió su arrobamiento -a su manera, por supuesto-, pues, mientras contemplaba una maravilla tras otra, no dejaba de exclamar: "¡Qué bueno es! ¡Vamos a organizarlo...!
"¡...y a divertirnos con él cuanto podamos!"
¿Has intentado alguna vez
organizar algo como, por ejemplo, la paz?
En el momento en que lo hagas
verás lo que son los conflictos de poder
y las luchas internas dentro de la organización.
La única manera de tener paz
es dejarla crecer libremente.
El predicador estaba aquel día más elocuente que de costumbre, y todos, lo que se dice todos, soltaron la lágrima. Bueno, no exactamente todos, porque en el primer banco estaba sentado un caballero con la mirada fija en un punto delante de sí, totalmente insensible al sermón.
Concluido el servicio, alguien le dijo: "Ha escuchado usted el sermón, ¿no es cierto?
"Por supuesto", respondió glacialmente el caballero. "No estoy sordo".
"¿Y qué le ha parecido?"
"Tan emocionante que daban ganas de llorar".
"¿Y por qué, si me permite preguntárselo, no ha llorado usted?"
"Porque no soy de esta parroquia".