Como buen filósofo que era, Sócrates creía que la persona sabia viviría instintivamente de manera frugal. Él mismo ni siquiera llevaba zapatos; sin embargo, una y otra vez cedía al hechizo de la plaza del mercado y solía acudir allí a ver las mercancías que se exhibían.
Cuando un amigo le preguntó la razón, Sócrates le dijo: "Me encanta ir allí y descubrir sin cuántas cosas soy perfectamente feliz."
La espiritualidad no consiste en saber lo que quieres, sino en comprender lo que no necesitas.
Un rico musulmán acudió a la mezquita después de una fiesta y, naturalmente, tuvo que quitarse sus elegantes y costosos zapatos y dejarlos a la entrada. Cuando, después de orar, salió afuera, los zapatos habían desaparecido.
"¡Qué descuidado soy!", se dijo para sí. "Al cometer la necedad de dejar aquí los zapatos, he dado ocasión a alguien para robarlos. Con gusto se los habría regalado. Pero ahora soy responsable de haber creado un ladrón."
Había un viejo maestro Zen, de nombre Nonoko, que vivía solo en una cabaña al pie de una montaña. Una noche, mientras Nonoko se hallaba sentado y meditando, un extraño irrumpió en la cabaña y, blandiendo una espada, conminó a Nonoko a que le entregara todo su dinero. Pero Nonoko, sin interrumpir su meditación, le dijo: "Todo mi dinero está en una escudilla que se encuentra sobre aquel estante. Toma lo que necesites, pero déjame cinco yens, porque la semana que viene debo pagar mis impuestos."
El extraño vació la escudilla y volvió a meter en ella cinco yens, como le había dicho el Maestro. Pero tomó también un hermoso jarrón que encontró en el estante.
"Trata ese jarrón con cuidado", le dijo Nonoko. "Puede romperse fácilmente."
El extraño echó otra ojeada en torno a la pequeña y humilde estancia y se dispuso a marchar.
"No has dado las gracias", dijo Nonoko.
El hombre dio las gracias y salió.
Al día siguiente, toda la aldea estaba alborotada. Eran muchos los que afirmaban haber sido robados. Alguien advirtió la falta del jarrón en el estante de la cabaña de Nonoko y le preguntó si también él había sido víctima del ladrón. "No", dijo Nonoko. "Le di el jarrón y algo de dinero a un extraño. Me dio las gracias y se marchó. Era un tipo bastante amable, aunque un poco imprudente con la espada."
He aquí una historia que un Maestro contaba a sus discípulos para mostrarles lo dañoso que un simple e insignificante apego puede resultar para quienes han llegado a ser ricos en dones espirituales.
En cierta ocasión, un aldeano, montado en su asno, pasaba por delante de una cueva que había en la montaña, en el preciso momento en que la cueva, por arte de magia, y como ocurría muy raras veces, se abría para que entrara en ella quien quisiera enriquecerse con sus tesoros. El hombre se introdujo en la cueva y se encontró ante verdaderas montañas de joyas y piedras preciosas con las que se apresuró a llenar las alforjas de su asno, porque sabía que, según la leyenda, la cueva sólo permanecería abierta durante unos breves instantes, de modo que había que darse prisa para hacerse con el tesoro.
Una vez cargado el asno, el hombre salió de allí felicitándose por su buena suerte; pero, de pronto, recordó que se había dejado el bastón en la cueva. Entonces volvió sobre sus pasos y se introdujo otra vez en la cueva. Pero había llegado el momento en que la cueva debía cerrarse de nuevo, con lo que el hombre desapareció en su interior y nunca más se le volvió a ver.
Después de esperar su regreso durante casi dos años, los habitantes de la aldea vendieron el tesoro que habían encontrado a lomos del asno, convirtiéndose en los auténticos beneficiarios de la buena suerte del infortunado aldeano.
Cuando el gorrión
hace su nido en el bosque,
no ocupa más que una rama.
Cuando el ciervo
apaga su sed en el río,
no bebe más que lo que le cabe en la panza.
Nosotros acumulamos cosas
porque tenemos el corazón vacío.
Y dijo Buda:
<<"Esta tierra es mía, y éstos son mis hijos"... son las palabras que dice el loco que no comprende que ni siquiera él mismo es suyo.>>
En realidad, nunca posees cosas.
Tan sólo las retienes durante un tiempo.
Si eres incapaz de desprenderte de ellas,
serás agarrado por ellas.
Todo cuanto atesores
debes tenerlo en el hueco de tu mano
como si fuera agua.
Trata de apresarla
y desaparecerá.
Intenta apropiártela
y te manchará.
Déjala en libertad
y será tuya para siempre.
El místico indio Ramakrishna solía decir:
Dios se ríe en dos ocasiones. Se ríe cuando oye cómo un médico dice a una madre: "No temas. Yo curaré a tu hijo." Entonces Dios se dice para sí: "¡Estoy pensando llevarme la vida del muchacho, y este individuo cree que puede salvarlo...!"
Y también se ríe cuando ve a dos hermanos repartirse las tierras trazando un lindero y diciendo: "Este lado me pertenece a mí, y el otro a ti." Entonces Dios se dice para sí: "¡El universo entero me pertenece a mí, y éstos reclaman su propia parte...!"
Cuando fueron a decirle a un hombre que su casa se la había llevado la riada, soltó una carcajada y dijo: "¡Imposible! ¡Precisamente tengo la llave de mi casa en el bolsillo!"
Un avaro había acumulado quinientos mil dinares y se las prometía muy felices pensando en el estupendo año que iba a pasar haciendo cábalas sobre el mejor modo de invertir su dinero. Pero, inesperadamente, se presentó el Ángel de la Muerte para llevárselo consigo.
El hombre se puso a pedir y a suplicar. apelando a mil argumentos para que le fuera permitido vivir un poco más, pero el Ángel se mostró inflexible. "¡Concédeme tres días de vida, y te daré la mitad de mi fortuna!", le suplicó el hombre. Pero el Ángel no quiso ni oír hablar de ello y comenzó a tirar de él. "¡Concédeme al menos un día, te lo ruego, y podrás tener todo lo que he ahorrado con tanto sudor y esfuerzo!" Pero el Ángel seguía impávido.
Lo único que consiguió obtener del Ángel fueron unos breves instantes para escribir apresuradamente la siguiente nota: "A quien encuentre esta nota, quienquiera que sea: si tienes los suficiente para vivir, no malgastes tu vida acumulando fortunas. ¡Vive! ¡Mis quiniestos mil dinares no me han servido para comprar ni una sola hora de vida!"
Cuando muere un millonario y la gente pregunta: "¿Cuánto habrá dejado?", la respuesta, naturalmente, es: "Todo."
Aunque la respuesta también puede ser: "No ha dejado nada. Le ha sido arrebatado."
Un sufí de impresionante aspecto llegó a las puertas del palacio, y nadie se atrevió a detenerle mientras se dirigía resueltamente hacia el trono, sobre el que se sentaba el santo Ibrahim ben Adam.
"¿Qué es lo que deseas?", le preguntó el rey.
"Un lugar donde dormir en este refugio de caravanas."
"Esto no es un refugio de caravanas. Es mi palacio."
"¿Puedo saber quién lo ocupó antes que tú?"
"Mi padre, que en paz descanse."
"¿Y antes de él?"
"Mi abuelo, también fallecido."
"Y un lugar como éste, donde la gente se hospeda por un tiempo y luego se marcha... ¿dices que no es un refugio de caravanas?
¡Todos estamos en la sala de espera!
Una noche, dos mercaderes en joyas llegaron casi al mismo tiempo a un refugio de caravanas en el desierto. Cada uno de ellos era absolutamente consciente de la presencia del otro y, mientras descargaban sus respectivos camellos, uno de ellos no pudo resistir la tentación de dejar caer al suelo, como por accidente, una enorme perla, la cual fue rodando hacia el otro, que con afectada cortesía la recogió y se la devolvió a su dueño diciendo: "¡Hermosa perla la suya, sí señor! Grande y brillante como pocas..."
"Muy amable de su parte", dijo el otro. "Pero, de hecho, es una de las gemas más pequeñas de mi colección."
Un beduino que estaba sentado junto al fuego y había observado la escena se levantó e invitó a ambos a cenar con él. Y cuando empezaron a comer, les contó la siguiente historia:
"También yo, queridos amigos, fui en otro tiempo joyero como ustedes. Un día me sorprendió en el desierto una gran tormenta que nos arrastró a mí y a mi caravana de aquí para allá, hasta que, perdido todo contacto con mi séquito, quedé totalmente aislado y sin saber dónde estaba. Pasaron los días, y me entró verdadero pánico cuando caí en la cuenta de que estaba dando vueltas en círculo, sin saber en absoluto dónde me encontraba ni en qué dirección debía caminar. Entonces, prácticamente muerto de hambre, eché al suelo toda mi carga que llevaba en mi camello y me puse a rebuscar en ella por enésima vez. Imaginen la emoción que sentí cuando di con una bolsa que hasta entonces no había visto. Con dedos temblorosos, la abrí, esperando encontrar algo de comer. E imaginen también mi desilusión cuando descubrí que lo único que contenía eran perlas..."
Visitando un asilo, un periodista trataba de obtener de un hombre muy anciano una historia de interés humano.
"Oiga, abuelo", le dijo el joven periodista, "¿cómo se sentiría usted di de pronto recibiera una carta en la que le comunicaran que un pariente lejano le había dejado en herencia diez millones de dólares?"
"Mira, hijo", le dijo pausadamente el anciano, "yo seguiría teniendo noventa y cinco años, ¿no es así?"
Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día, llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío.
El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos le preguntó: "¿Empleaba usted su oro en algo?"
"No", respondió el avaro. "Lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas."
"Bueno, entonces", dijo el vecino, "por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero."
No es nuestro dinero,
sino nuestra capacidad de disfrutar,
lo que nos hace ricos o pobres.
Afanarse por la riqueza
y no ser capaz de disfrutar
es lo mismo que estar calvo
y coleccionar peces.
Sudha Chandran, una bailarina clásica de la India contemporánea, vio literalmente truncada su carrera en la flor de la vida, pues tuvieron que amputarle su pierna derecha. Pero, tras haberle
adaptado una pierna artificial, retornó a la danza y, aunque parezca
increíble, volvió a estar de nuevo en la cumbre. Cuando le preguntaron
cómo lo había conseguido, ella respondió sencillamente: "No hacen falta
pies para bailar."
Érase una vez un campo de concentración en el que vivía un prisionero que, a pesar de estar sentenciado a muerte, se sentía libre y carente de temor. Un día apareció en medio de la explanada tocando su guitarra, y una gran multitud se arremolinó en torno a él para escuchar, porque, bajo el hechizo de la música, los que le oían se veían, como él, libres del miedo. Cuando las autoridades de la prisión lo vieron, prohibieron al hombre volver a tocar.
Pero, al día siguiente, allí estaba él de nuevo, cantando y tocando su guitarra, rodeado de una multitud. Los guardianes se lo llevaron de allí sin contemplaciones y le cortaron los dedos.
Y una vez más, al día siguiente, se puso a cantar y a hacer la música que podía con sus muñones sanguinolentos. Y, esta vez, la gente aplaudía entusiasmada. Los guardianes volvieron a llevárselo a rastras y destrozaron su guitarra.
Al día siguiente, de nuevo estaba cantando con toda su alma. ¡Y qué forma tan pura y tan inspirada de cantar! La gente se puso a corearle y, mientras duró el cántico, sus corazones se hicieron tan puros como el suyo, y sus espíritus igualmente invencibles. Los guardianes estaban esta vez tan enojados que le arrancaron la lengua.
Sobre el campo de concentración cayó un espeso silencio, algo indefinible y como inmortal.
Y, para asombro de todos, al día siguiente estaba allí de nuevo, balanceándose y danzando a los sones de una silenciosa música que sólo él podía oír. Y al poco tiempo, todo el mundo estaba alzando sus manos y danzando en torno a su sangrante y destrozada figura, mientras los guardianes estaban como inmovilizados y no salían de su estupor.
Una monja budista llamada Ryonen, nacida en 1779, era nieta del célebre guerrero japonés Shingen y había sido tenida por una de las mujeres más hermosas del Japón y una poetisa de notable talento, hasta el punto de que a a la temprana edad de diecisiete años fue elegida para servir en la corte imperial, donde llegó a cobrar un profundo afecto hacia su Alteza Imperial la Emperatriz. Pero ésta falleció de muerte repentina, y Ryonen sufrió una profunda experiencia espiritual que le hizo tomar una aguda conciencia de la naturaleza pasajera de todas las cosas. Fue entonces cuando se decidió a estudiar el Zen.
Pero su familia no quería ni oír hablar de ello, y prácticamente la obligaron a casarse, no sin antes haber obtenido de sus padres y de su futuro esposo la promesa de que quedaría libre para hacerse monja una vez que hubiera dado a luz a su tercer hijo. Lo cual ocurrió cuando ella contaba veinticinco años. Y entonces, ni las súplicas de su esposo ni ninguna otra cosa en el mundo pudieron disuadirla de hacer lo que había anhelado con toda su alma. De modo que se rapó la cabeza, tomó el nombre de Ryonen (que significa "comprender con claridad") e inició su búsqueda.
Llegada a la ciudad de Edo, pidió al Maestro Tetsugyu que la aceptara como discípula. Él la contempló unos instantes y la rechazó, porque era demasiado hermosa.
Entonces acudió a otro Maestro, Hakuo, el cual la rechazó por el mismo motivo: su hermosura -dijo- únicamente causaría inconvenientes. De modo que Ryonen desfiguró su rostro con un hierro al rojo vivo, destruyendo para siempre su belleza física. Cuando volvió a presentarse ante Hakuo, éste la aceptó como discípula.
Para conmemorar la ocasión, Ryonen escribió en la parte de atrás de un pequeño espejo un poema:
Como dama de mi Emperatriz,
quemé incienso
para perfumar mis hermosos ropajes.
Ahora, como pobre sin hogar,
quemo mi rostro
para entrar en el mundo del Zen.
Y cuando supo quele había llegado la hora de abandonar este mundo, escribió otro poema:
Sesenta y seis veces
han contemplado estos ojos
la belleza del otoño...
No pidas más.
Limítate a escuchar el rumor de los pinos
cuando el viento está en calma.
Un cura entró en la taberna y montó en cólera al encontrar allí a un montón de feligreses. Se puso a dar vueltas alrededor de ellos y les obligó a salir, conduciéndolos a la iglesia.
Una vez allí. les dijo solemnemente: "¡Todos los que quieran ir al cielo, que den un paso hacia la izquierda!" Todos dieron el paso, excepto uno que se quedó tercamente en su sitio.
El cura le miró ferozmente y le dijo: "¿Tú no quieres ir al cielo?"
"No", respondió el otro.
"¿Pretendes quedarte ahí y decirme que no quieres ir al cielo cuando te mueras?"
"¡Por supuesto que quiero ir al cielo cuando me muera! Pensaba que había que ir ahora..."
Sólo estamos dispuestos a recorrer todo el camino...
cuando no nos funcionen los frenos.
...porque falta lo único esencial.
Cuenta una antigua fábula india que había un ratón que estaba siempre angustiado, porque tenía miedo del gato. Un mago se compadeció de él y lo convirtió...en un gato.
Pero entonces empezó a sentir miedo del perro. De modo que el mago lo convirtió en perro. Luego empezó a sentir miedo de la pantera, y el mago lo convirtió en pantera. Con lo cual comenzó a temer al cazador.
Llegado a este punto, el mago se dio por vencido y volvió a convertirlo en rató, diciéndole: "Nada de lo que haga por ti va a servirte de ayuda, porque siempre tendrás el corazón de un ratón."
En una pequeña ciudad fronteriza había un anciano que llevaba cincuenta años viviendo en la misma casa.
Un buen día sorprendió a todo el mundo mudándose a la casa de al lado. Los periodistas locales cayeron sobre él ansiosos por saber las razones de la mudanza.
"Supongo que se debe al gitano que hay en mí", declaró con una sonrisa de satisfacción.
¿Han oído hablar del hombre que acompañó a Cristóbal Colón en su expedición al Nuevo Mundo y se pasó el viaje preocupado por la posibilidad de no regresar a tiempo para suceder al viejo sastre de su pueblo, y que otro pudiera birlarle el trabajo?
Para alcanzar el éxito en la aventura llamada "espiritualidad", hay que estar resuelto a sacarle todo el jugo a la vida. La mayoría de la gente se contenta con bagatelas como la riqueza, la fama, el bienestar y la compañía humana.
Un hombre estaba tan enamorado de la fama que estaba dispuesto a ahorcarse si ello le hacía salir en grandes titulares. ¿Hay realmente alguna diferencia entre él y la mayoría de la gente de negocios y de los políticos? (Por no hablar de todos los demás, que tanta importancia le damos a la opinión pública).
Después de treinta años viendo la televisión, un marido le dijo a su mujer: "¿Por qué no hacemos esta noche algo realmente excitante?"
Al instante, ella pensó en pasar una noche en la ciudad. "¡Fantástico!", exclamó. "¿Qué has pensado que hagamos?"
"Bueno..., podríamos intercambiar nuestros asientos."
...y los impostores muchos...
Una pareja en su luna de miel se disponía a meterse en la cama, en su habitación del hotel, cuando, de pronto, irrumpió un ladrón enmascarado, el cual dibujó con una tiza un círculo en el suelo, le hizo una señal al recién casado y le dijo: "No te muevas de ese círculo. Si das un paso, te descerrajo un tiro en la cabeza."
Mientras el pobre hombre permanecía completamente inmóvil en el lugar indicado, el ladrón arrambló con todo lo qu epudo y lo introdujo en un saco, y cuando iba a marcharse, vio a la hermosa mujer, que se cubría con una sábana. La hizo acercarse a él, encendió la radio, la obligó a bailar con él, la acarició, la besó... y la habría violado si ella no se hubiera opuesto con todas sus fuerzas.
Cuando, al fin, el ladrón salió de la habitación, la mujer se volvió al marido y le gritó: "¿Qué clase de hombre eres tú, que te quedas ahí parado en medio de ese círculo sin hacer nada, mientras a mí casi me violan?"
"¡No es verdad que no haya hecho nada!", protestó el hombre.
"¿Ah, no? ¿Y qué has hecho, si puede saberse?"
"Desafiarle. ¡Cada vez que él volvía la cabeza hacia mí, yo sacaba un pie del círculo!"
El peligro que estamos dispuestos a correr
es el que podemos afrontar a una distancia prudencial.
...los verdaderos buscadores son pocos...
Cuando el rey visitó los monasterios de Lin Chi, el gran Maestro Zen, le sorprendió comprobar que había en ellos más de diez mil monjes.
Queriendo saber el número exacto de ellos, el rey preguntó: "¿Cuántos discípulos tienes?"
Y Lin Chi respondió: "Cuatro o cinco, como mucho."
Dada la naturaleza de la búsqueda espiritual...
Un hombre llegó junto a una elevada torre, entró y vio que estaba todo oscuro. Moviéndose a tientas, tropezó con una escalera de caracol. Le entró curiosidad por saber adónde conducía y empezó a subir por ella. A medida que ascendía, iba sintiendo un creciente desasosiego. Entonces miró detrás de sí y comprobó, horrorizado, que los peldaños se iban desprendiendo y desapareciendo a medida que él los iba dejando atrás. Ante él, la escalera serpenteaba hacia arriba, y él no tenía ni idea de hasta dónde conducía; detrás de él se abría un enorme y negro vacío.
Antiguamente era habitual en el Japón usar faroles de papel. Un papel que protegía una vela encendida, todo ello sujetado por varas de bambú.
Sucedió que un ciego fue a visitar a un amigo y, como se hizo tarde, éste le ofreció un farol para que regresara a su casa.
Lo cual hizo reír al ciego. "Para mí es lo mismo el día que la noche", le dijo. "¿Qué voy a hacer yo con un farol?"
Su amigo le replicó: "Es verdad que no necesitas ver el camino hacia tu casa. Pero el farol puede servirte para disuadir a alguien que quiera atracarte en la oscuridad."
De modo que el ciego tomó el farol y salió. Al poco rato, alguien tropezó con él, haciéndole perder el equilibrio.
"¡Eh!, ¿por qué no vas con más cuidado, amigo?", gritó el ciego. "¿Es que no has visto el farol?"
"Hermano", dijo el otro, "su farol está apagado."
Es más seguro andar
con la propia oscuridad
que con la luz de otro.
Mientras el fabricante de ruedas hacía su trabajo en un extremo de la enorme sala, el príncipe Huan de Ch´i leía un libro en el otro extremo.
Dejando por un momento el escoplo y el mazo, el fabricante de ruedas llamó la atención del príncipe y le preguntó qué libro estaba leyendo.
"Un libro que contiene las palabras de los sabios", le respondió el príncipe.
"¿Y están vivos esos sabios?", le preguntó el otro.
"¡Oh, no!", dijo el príncipe. "Todos ellos han muerto."
"Entonces, lo que estás leyendo puede no ser más que los residuos y las heces de personas desaparecidas", dijo el ruedero.
"¿Cómo te atreves tú, un fabricante de ruedas, a criticar un libro que yo estoy leyendo? ¡Explica lo que has dicho o morirás!"
"Verás", dijo el otro, "desde mi punto de vista de fabricante de ruedas, así es como yo lo veo: cuando yo estoy haciendo una rueda, si el ritmo de mis golpes es demasiado lento, los cortes son profundos, pero no uniformes; y si el ritmo es demasiado rápido, los cortes son uniformes, pero no profundos. El ritmo adecuado, ni demasiado rápido ni demasiado lento, no lo coge la mano sino le viene dictado por el corazón. Es algo que no puede expresarse con palabras; requiere un arte que yo no puedo transmitir a mi hijo. Por eso es por lo que no puedo dejar que haga él mi trabajo, y aquí me tienes todavía, a mis setenta y cinco años, haciendo ruedas. En mi opinión, lo mismo ocurre con los que nos han precedido. Todo lo que era digno de ser transmitido murió con ellos: el resto lo pusieron en sus libros. Por eso decía que lo que estás leyendo son los residuos y las heces de personas desaparecidas."
Cuando debido a un accidente, el cacique de la aldea perdió el uso de sus piernas, tuvo que caminar con muletas. Poco a poco, fue aprendiendo a moverse con rapidez, llegando incluso a bailar y realizar pequeñas piruetas, para regocijo de sus vecinos.
Luego se le metió en la cabeza la idea de adiestrar a sus hijos en el uso de las muletas, no tardando en convertirse en un símbolo de prestigio en aquella aldea el caminar con muletas; y al cabo de poco tiempo, todo el mundo caminaba de ese modo.
Pasadas cuatro generaciones, no había nadie en la aldea que caminara sin muletas. La propia escuela incluía en su currículum un curso de "Muletería teórica y aplicada", y los artesanos de la aldea se hicieron célebres por la calidad de las muletas que fabricaban. Llegó incluso a hablarse de crear unas muletas accionadas electrónicamente.
Un día se presentó un joven turco ante los jefes de la aldea y les preguntó por qué todo el mundo caminaba allí con muletas, a pesar de que a todos les había dado Dios unas piernas para caminar. A los ancianos les hizo gracia que aquel insolente joven se considerara más listo que ellos, y decidieron darle una lección. "¿Por qué no nos enseñas cómo se hace?", le dijeron.
"De acuerdo", dijo el joven.
Y se determinó que la demostración tuviera lugar el sábado siguiente, a las diez en punto de la mañana, en la plaza de la aldea. Allí estaba todo el mundo cuando llegó el joven al centro de la plaza caminando con ayuda de unas muletas; y cuando el reloj de la aldea comenzó a dar la hora, el joven se irguió y soltó las muletas. La multitud guardaba un expectante silencio mientras él daba un enérgico paso adelante... y caía de bruces.
Con lo cual, todos se confirmaron en su creencia de que era absolutamente imposible caminar sin ayuda de unas muletas.
En cierta ocasión un discípulo le dijo a Confucio: "¿Cuáles son los ingredientes fundamentales de un buen gobierno?"
Le respondió Confucio: "Alimentos, armas y la confianza del pueblo."
"Pero, si tuvieras que prescindir de uno de esos tres ingredientes", siguió preguntando el discípulo, "¿de cuál de ellos prescindirías?"
"De las armas."
"¿Y si tuvieras que prescindir de uno de los otros?"
"De los alimentos."
"¡Pero, sin alimentos, la gente moriría...!"
"Desde tiempo inmemorial", dijo Confucio, "la muerte ha sido el destino de los seres humanos. Pero un pueblo que ya no confía en sus gobernantes está verdaderamente perdido."
Un grupo de estudiantes estaba bastante descontento de la baja calidad de la cerveza que se servía en la cafetería.
Algunos de ellos tuvieron la brillante idea de echar un poco de aquella cerveza en un frasco y enviarla al laboratorio del hospital, esperando averiguar su composición.
Al día siguiente recibieron una nota que decía: "Su caballo padece ictericia.".
Los peligros de fiarse de un experto:
Un hombre recibió una nota de un amigo escrita de un modo absolutamente ilegible. Tras ímprobos esfuerzos por entenderla, al fin se le ocurrió solicitar la ayuda del farmacéutico.
Este estuvo un minuto examinando fijamente la nota; luego tomó una gran botella de color oscuro de la estantería, la puso sobre el mostrador y dijo: "Son dos dólares"
Un gran pintor le pidió a su amigo médico que fuese a ver lo que él creía que era su mejor obra. El médico sometió la obra a un cuidadoso examen, tomándose tiempo para ver cada uno de los detalles. Al cabo de diez minutos, el artista empezó a inquietarse. "Bueno, ¿qué te parece?", preguntó todo nervioso.
"Parece tratarse de una neumonía doble", respondió el médico.