Un sacerdote ordenó a su diácono que reuniera a diez hombres para rezar por la curación de un enfermo.
Cuando todos estuvieron reunidos, alguien susurró al oído del sacerdote: "Hay algunos conocidos ladrones entre esos hombres..."
"Tanto mejor", dijo el sacerdote. "Si las Puertas de la Misericordia están cerradas, ellos serán los expertos que las abran".
En su peregrinación a La Meca, un santo sufí comprobó con satisfacción que apenas había peregrinos en el lugar sagrado cuando él llegó: así podría practicar sus devociones sin agobios.
Una vez cumplidas las prácticas religiosas prescritas, se arrodilló, tocó el suelo con su frente y dijo: "¡Ala, no tengo más que un deseo en mi vida: concédeme la gracia de no ofenderte nunca más!"
Cuando el Todopoderoso lo oyó, rió estruendosamente y dijo: "Eso es lo que todos piden. Pero dime: si concediera a todos esa gracia, ¿a quién iba yo a perdonar?"
Cuando al pecador le recriminaron su desenvuelto modo de entrar en el templo, él replicó: "No hay una sola persona a la que el cielo no cubra ni hay nadie a quien el suelo no sostenga. ¿Y no es Dios la tierra y el cielo para todos nosotros?"
El piloto a los pasajeros a mitad del vuelo: "Lamento informarles que estamos en graves dificultades. Ahora sólo Dios puede salvarnos".
Un pasajero se volvió hacia un sacerdote que viajaba a su lado y le preguntó qué era lo que había dicho el piloto. Y el sacerdote le respondió: "Dice que no hay esperanza".
Se le oyó por casualidad al viejo avaro rezar del siguiente modo: "Si el Todopoderoso, cuyo santo Nombre sea siempre bendito, me concediera cien mil dólares, yo daría diez mil a los pobres. Promero que lo haría. Y si el Todopoderoso -loado sea eternamente- no confiara en mí, que deduzca los diez mil y me envíe el resto".
La casa del mullah Narudin estaba ardiendo, de manera que él subió corriendo al tejado para ponerse a salvo. Y allí estaba, en tan difícil situación, cuando sus amigos se reunieron en la calle extendiendo con sus manos una manta y gritándole: "¡Salta, mullah, salta!"
"¡Ni hablar! ¡No pienso hacerlo!",dijo el mullah. "¡Os conozco de sobra, y sé que, si salto, retiraréis la manta y me dejaréis en ridículo!"
"¡No seas estúpido, mullah! Esto no es ninguna broma! ¡Va en serio: salta!"
"¡No!", replicó Nasrudin. "¡No confío en ninguno de vosotros! ¡Dejad la manta en el suelo y saltaré!"
Un ateo cayó por un precipicio y, mientras rodaba hacia abajo, pudo agarrarse a una rama de un pequeño árbol, quedando suspendido a trescientos metros de las rocas del fondo, pero sabiendo que no podría aguantar mucho tiempo aquella situación.
Entonces tuvo una idea: "¿Dios!", gritó con todas sus fuerzas.
Pero sólo respondió el silencio.
"¡Dios!", volvió a gritar. "¡Si existes, sálvame, y te prometo que creeré en ti y enseñaré a otros a creer!"
¡Más silencio! Pero, de pronto, una poderosa Voz, que hizo que retumbara todo el cañón, casi le hace soltar la rama del susto: "Eso es lo que dicen todos cuando están en apuros".
"¡No, Dios, no!", gritó el hombre, ahora un poco más esperanzado. "¡Yo no soy como los demás! ¿Por qué había de serlo, si ya he empezado a creer al haber oído por mí mismo tu Voz? ¿O es que no lo ves? ¡Ahora todo lo que tienes que hacer es salvarme, y yo proclamaré tu nombre hasta los confines de la tierra!"
"De acuerdo", dijo la Voz, "te salvaré". Suelta esa rama".
"¿Soltar la rama?", gimió el pobre hombre. "¿Crees que estoy loco?"
Se dice que, cuando Moisés alzó su cayado sobre el Mar Rojo no se produjo el esperado milagro. Sólo cuando el primer israelita se lanzó al mar, retrocedieron las olas y se dividieron las aguas, dejando expedito el paso a los judíos.
Un acaudalado labrador irrumpió un día en su casa gritando con voz angustiada: "¡Rebeca, corre un terrible rumor en la ciudad: el Mesías está aquí!"
"¿Y qué tiene eso de terrible?", le replicó su mujer. "Yo creo que es fantástico. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?"
"¿Qué qué es lo que me preocupa?", exclamó el hombre. "Después de tantos años de sudores y esfuerzos, al fin hemos conseguido ser ricos: tenemos mil cabezas de ganado, los graneros llenos y los árboles cargados de fruta... y ahora tenemos que deshacernos de todo y seguirle a él... ¿y me preguntas qué es lo que me preocupa?"
"Tranquilízate", le dijo su mujer. "El Señor nuestro Dios es bueno. Sabe cuánto hemos tenido que sufrir siempre los judíos. Siempre ha habido alguien que nos hiciera la vida imposible: el Faraón, Amán, Hitler... Pero nuestro Dios siempre ha encontrado el modo de castigarlos, ¿o no? Sólo tienes que tener fe, mi querido esposo. También hallará el modo de ocuparse del Mesías".
Goldstein, a sus noventa y dos años, había conocido los "pogroms" en Polonia, los campos de concentración en Alemania y toda clase de persecuciones contra los judíos.
"¡Oh Señor!, dijo. "¿No es verdad que somos tu pueblo elegido?"
Y una voz celestial replicó: "Sí, Goldstein, los judíos sois mi pueblo elegido".
"Bueno, ¿y no es hora de que elijas a alguien distinto?"
Dos hermanos, el uno soltero y el otro casado, poseían una granja cuyo fértil suelo producía abundante grano, que los dos hermanos se repartían a partes iguales.
Al principio todo iba perfectamente. Pero llegó un momento en que el hermano casado empezó a despertarse sobresaltado todas las noches, pensando: "No es justo. Mi hermano no está casado y se lleva la mitad de la cosecha; pero yo tengo mujer y cinco hijos, de modo que en mi ancianidad tendré todo cuanto necesite. ¿Quién cuidará de mi pobre hermano cuando sea viejo? Necesita ahorrar para el futuro mucho más de lo que actualmente ahorra, porque su necesidad es, evidentemente, mayor que la mía".
Entonces se levantaba de la cama, acudía sigilosamente adonde su hermano y vertía en el granero de éste un saco de grano.
También el hermano soltero comenzó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo: "Esto es una injusticia. Mi hermano tiene mujer y cinco hijos y se lleva la mitad de la cosecha. Pero yo no tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. ¿Es justo, acaso, que mi pobre hermano, cuya necesidad es mayor que la mía, reciba lo mismo que yo?"
Entonces se levantaba de la cama y llevaba un saco de grano al granero de su hermano.
Un día, se levantaron de la cama al mismo tiempo y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.
Muchos años más tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se divulgó. Y cuando los ciudadanos decidieron erigir un templo, escogieron para ello el lugar en el que ambos hermanos se habían encontrado, porque no creían que hubiera en toda la ciudad un lugar más santo que aquél.
La verdadera diferencia religiosa
no es la diferencia entre quienes dan culto
y quienes no lo dan,
sino entre quienes aman
y quienes no aman.
Tetsugen, un alumno Zen, asumió un tremendo compromiso: imprimir siete mil ejemplares de los sutras, que hasta entonces sólo podían conseguirse en chino.
Viajó a lo largo y ancho del Japón recaudando fondos para su proyecto. Algunas personas adineradas le dieron hasta cien monedas de oro, pero el grueso de la recaudación lo constituían las pequeñas aportaciones de los campesinos. Y Tetsugen expresaba a todos el mismo agradecimiento, prescindiendo de la suma que le dieran.
Al cabo de diez largos años viajando de aquí para allá, consiguió recaudar lo necesario para su proyecto. Justamente entonces se desbordó el río Uji, dejando en la miseria a miles de personas. Entonces Tetsugen empleó todo el dinero que había recaudado en ayudar a aquellas pobres gentes.
Luego comenzó de nuevo a recolectar fondos. Y otra vez pasaron varios años hasta que consiguió la suma necesaria. Entonces se desató una epidema en el país, y Tetsugen volvió a gastar todo el dinero en ayudar a los damnificados.
Una vez más, volvió a empezar de cero y, por fin, al cabo de veinte años, su sueño se vio hecho realidad.
Las planchas con que se imprimió aquella primera edición de los sutras se exhiben actualmente en el monasterio Obaku, de Kyoto. Los japoneses cuentan a sus hijos que Tetsugen sacó, en total, tres ediciones de los sutras, pero que las dos primeras son invisibles y muy superiores a la tercera.
Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve, y el sacerdote del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó cediendo: "Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche". Esto es un templo, no un asilo. Por la mañana tendrás que marcharte".
A altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero, había encendido un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera, y preguntó: "¿Dónde está la estatua?"
El otro señaló al fuego con un gesto y dijo: "Pensé que iba a morirme de frío..."
El sacerdote gritó: "¿Estás loco? ¿Sabes lo que has hecho? Era una estatua de Buda. ¡Has quemado al Buda!"
El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fijamente y comenzó a removerlo con su bastón.
"¿Qué estás haciendo ahora?", vociferó el sacerdote.
"Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado".
Más tarde, el sacerdote le refirió el hecho a un maestro Zen, el cual le dijo: "Seguramente eres un mal sacerdote, porque has dado más valor a un Buda muerto que a un hombre vivo".
Dov Ber era un hombre poco común, en cuya presencia la gente temblaba. Era un célebre experto en el Talmud, inflexible e intransigente en su doctrina. Jamás reía, creía firmemente en la ascesis y eran famosos sus prolongados ayunos. Pero su austeridad acabó minando su salud. Cayó gravemente enfermo, y los médicos no eran capaces de dar con el remedio. Como último recurso, alguien sugirió: "¿Por qué no pedimos ayuda a Baal Sem Tob?"
Dov Ber acabó cediendo, aunque al principio se resistió, porque estaba en profundo desacuerdo con Baal Sem, a quien consideraba poco menos que un hereje. Además, mientras Dov Ber creía que sólo el sufrimiento y la tribulación daban sentido a la vida, Baal Sem trataba de aliviar el dolor y predicaba que lo que daba sentido a la vida era la capidad de gozo.
Era más de medianoche cuando Baal Sem, respondiendo a la llamada, acudió en coche, vestido con un abrigo de lana y un gorro de piel. Entró en la habitación del enfermo y le ofreció el Libro del Esplendor, que Dov Ber abrió y comenzó a leer en voz alta.
Y cuenta la historia que apenas llevaba un minuto leyendo cuando Baal Sem le interrumpió: "Algo anda mal... Algo le falta a tu fe".
"¿El qué?", preguntó el enfermo
"Alma", respondió Baal Sem Tob.
El Buda Kamakura estuvo alojado en un templo hasta que, un día, una gran tormenta echó abajo dicho templo. Desde entonces, la enorme estatua estuvo durante años expuesta al sol, a la lluvia, a los vientos y a las inclemencias del tiempo.
Cuando un sacerdote comenzó a recaudar fondos para reconstruir el templo, la estatua se le apareció en sueños y le dijo: "Aquel templo era una cárcel, no un hogar. Déjame seguir expuesto a las inclemencias de la vida, que ése es mi lugar".
El viajero, totalmente harto: "¿Por qué demonios tuvieron que poner la estación a tres kilómetros del pueblo?"
El solícito funcionari: "Seguramente pensaron que sería una buena idea ponerla cerca de los trenes, señor".
Una estación ultramoderna
a tres kilómetros de las vías
sería tan absurdo
como un templo muy frecuentado
a tres centímetros de la vida.
El anciano rabino se había quedado ciego y no podía leer ni ver los rostros de quienes acudían a visitarlo.
Un día le dijo un taumaturgo: "Confíate a mí, y yo te curaré de tu ceguera".
"No me hace ninguna falta", le respondió el rabino. "Puedo ver todo lo que necesito".
No todos los que tienen los ojos cerrados están dormidos.
Ni todos los que tienen los ojos abiertos pueden ver.
Un preso llevaba viviendo absolutamente solo en su celda. No podía ver ni hablar con nadie, y le servían la comida a través de un ventanuco que había en la pared.
Un día entró una hormiga en su celda. El hombre contemplaba fascinado cómo el insecto se arrastraba por el suelo, lo tomaba en la palma de su mano para observarlo mejor, le daba un par de migas de pan y lo guardaba por la noche bajo su taza de hojalata.
Y un día, de pronto, descubrió que había tardado diez largos años de reclusión solitaria en comprender el encanto de una hormiga.
Cuando, una hermosa tarde de primavera, fue un amigo del pintor español El Greco a visitar a éste en su casa, lo encontró sentado en su habitación con las cortinas echadas.
"¿Por qué no sales a tomar el sol?, le preguntó.
"Ahora no", respondió El Greco. "No quiero perturbar la luz que brilla en mi interior".
El gurú, que se hallaba meditando en su cueva del Himalaya, abrió los ojos y descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el abad de un célebre monasterio.
"¿Qué deseas?", le preguntó el gurú.
El abad le contó una triste historia. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo siguiente: "¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación?"
"Sí", respondió el gurú, "un pecado de ignorancia".
"¿Y qué pecado puede ser ése?"
"Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y vosotros no lo sabéis". Y dicho esto, el gurú cerró sus ojos y volvió a su meditación.
Durante el penoso viaje de regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su corazón se desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de reconocerle? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos...
Pero resulta que el gurú había hablado de un Mesías "disfrazado"... ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos... ¡y uno de ellos tenía que ser el Mesías!
Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el Mesías.. aquí? ¡Increíble! Claro que, si estaba disfrazado... entonces, tal vez... ¿Podría ser Fulano...? ¿O Mengano, o...?
Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. "Nunca se sabe", pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, "tal vez sea éste..."
El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.
¿De qué sirve tener ojos
si el corazón está ciego?
Un vagabundo se presentó en el despacho de un acaudalado hombre de negocios para pedir una limosna.
El hombre llamó a su secretaria y le dijo: "¿Ve usted a este pobre desgraciado? Fíjese cómo le asoman los dedos a través de sus horribles zapatos; observe sus raídos pantalones y su andrajosa chaqueta. Estoy seguro de que no se ha afeitado ni se ha duchado ni ha comido caliente en muchos días. Me parte el corazón ver a una persona en estas condiciones, de manera que... ¡HAGA QUE DESAPAREZCA INMEDIATAMENTE DE MI VISTA!"
Había un hombre sin brazos y sin piernas
mendigando en la acera.
La primera vez que lo vi me conmovió de tal modo
que le di una limosna.
La segunda vez le di algo menos.
La tercera vez no tuve contemplaciones
y lo denuncié a la policía
por mendigar en la vía pública
y dar la lata.
El pastor de una elegante feligresía había delegado en sus subalternos la tarea de saludar a la gente tras el servicio dominical. Pero su mujer le persuadió de que se encargara él mismo de hacerlo. "¿No sería espantoso", le dijo, "que al cabo de los años no conocieras a tus propios feligreses?"
De modo que, al domingo siguiente, concluido el servicio, el pastor ocupó su puesto a la puerta de la iglesia. La primera en salir fue una mujer perfectamente "endomingada". El pastor pensó que debía de tratarse de una nueva feligresa.
"¿Cómo está usted? Me siento feliz de tenerla con nosotros", le dijo el pastor mientras le tendía la mano.
"Muchas gracias", replicó la mujer, un tanto desconcertada.
"Espero verla a menudo por aquí. Nos encanta ver caras nuevas..."
"Sí, señor..."
"Si, señor..."
"¿Vive usted en esta parroquia?"
La mujer no sabía qué decir.
"Si me da usted su dirección, una tarde de éstas iremos a visitarla mi mujer y yo".
"No tendrá usted que ir muy lejos, señor. Soy su cocinera".
Un célebre cirujano vienés decía a sus alumnos que, para ser cirujano, se requerían dos cualidades: no sentir náuseas y tener capacidad de observación.
Para hacer una demostración, introdujo uno de sus dedos en un líquido nauseabundo, se lo llevó a la boca y lo chupó. Luego pidió a sus alumnos que hicieran lo mismo. Y ellos, armándose de valor, le obedecieron sin vacilar.
Entonces, sonriendo astutamente, dijo el cirujano:
"Caballeros, no tengo más remedio que felicitarles a ustedes por haber superado la primera prueba. Pero, desgraciadamente, no han superado la segunda, porque ninguno de ustedes se ha dado cuenta de que el dedo que yo he chupado no era el mismo que había introducido en ese líquido".
Las personas jamás pecarían
si fueran conscientes
de que cada vez que pecan
se hacen daño a sí mismas.
Por desgracia, la mayoría de ellas
están demasiado aletargadas
para caer en la cuenta
de lo que están haciéndose a sí mismas.
Bajaba por la calle un borracho con las orejas en carne viva. Se encontró con un amigo, y éste le preguntó qué le había pasado.
"A mi mujer se le ocurrió dejar la plancha encencida y, cuando sonó el teléfono, tomé la plancha por equivocación".
"Ya veo... Pero ¿y la otra oreja?"
"¡El maldito imbécil volvió a llamar!".
Cuando el demonio vio a un "buscador" entrar en la casa de un Maestro, decidió hacer lo posible por hacerle desistir de su búsqueda de la Verdad.
Para ello sometió al pobre hombre a todo tipo de tentaciones: riqueza, lujuria, fama, poder, prestigio... Pero el buscador era sumamente experimentado en las cosas del espíritu y, dada su enorme ansia de espiritualidad, podía rechazar las tentaciones con una facilidad asombrosa.
Cuando estuvo en presencia del Maestro, le desconcertó ver a éste sentado en un sillón tapizado y con los discípulos a sus pies. "Indudablemente", pensó para sus adentros, "este hombre carece de la principal virtud de los santos: la humildad".
Luego observó otras cosas del Maestro que tampoco le gustaron; pero lo que menos le gustó fue que el Maestro apenas le prestara atención. ("Supongo que es porque yo no le adulo como los demás", pensó para sí). Tampoco le gustó la clase de ropa que llevaba el Maestro y su manera un tanto engreída de hablar. Todo ello le llevó a la conclusion de que se había equivocado de lugar y de que tendría que seguir buscando en otra parte.
Cuando el buscador salió de allí, el Maestro que había visto al demonio sentado en un rincón de la estancia, le dijo a éste: "No necesitabas molestarte, Tentador. Lo tenías en el bote desde el principio, para que lo sepas".
Tal es la suerte de quienes,
en su búsqueda de Dios
están dispuestos a despojarse de todo,
menos de sus ideas
acerca de cómo es realmente Dios.
El abuelo y la abuela se habían peleado, y la abuela estaba tan enojada que no le dirigía la palabra a su marido.
Al día siguiente, el abuelo había olvidado por completo la pelea, pero la abuela seguía ignorándole y sin dirigirle la palabra. Y, por más esfuerzos que hacía, el abuelo no conseguía sacar a la abuela de su mutismo.
Al fin, el abuelo se puso a revolver armarios y cajones. Y cuando llevaba así unos minutos, la abuela no pudo contenerse y le gritó airada: "¿Se puede saber qué demonios estás buscando?"
"¡Gracias a Dios, ya lo he encontrado!", le respondió el abuelo con una maliciosa sonrisa. "¡Tu voz!"
Si es a Dios a quien buscas, mira en otra parte.
"¿Sabes que tienes un perro muy inteligente?", le dijo un hombre a su amigo cuando vio a éste jugar a las cartas con su perro.
"No lo creas. No es tan inteligente como parece", le replicó el otro. "Cada vez que coge buenas cartas menea el rabo".
Un hombre tomó consigo a su nuevo perro de caza y salió de cacería. Al cabo de un rato, disparó sobre un pato, el cual cayó en el lago. El perro fue andando sobre el agua, recogió el pato y se lo llevó a su amo.
El hombre quedó estupefacto. Disparó luego a otro pato, y otra vez, mientras el cazador se retregaba incrédulo los ojos, el perro fue andando sobre el agua y cobró la pieza.
Sin poder dar crédito a sus ojos, al día siguiente invitó a su vecino a que le acompañara. Y de nuevo, cada vez que uno de los dos acertaba a dar a un pato, el perro caminaba sobre el agua y cobraba la pieza. Ninguno de los dos decía una palabra. Pero, al fin, no pudiendo contenerse más, el hombre le espetó a su vecino: "¿No observas nada raro en este perro?"
El vecino se rascó pensativamente la barbilla y, finalmente, dijo: "La verdad es que sí. Andaba yo dándole vueltas, y ya lo tengo: ¡La cría de una escopeta no puede nadar!"
No es como si la vida estuviera llena de milagros;
es más que eso: la vida es milagrosa.
Y quien deje de darla por supuesto
no tardará en comprobarlo.
Una mujer acudió al cajero de un banco y le pidió que le hiciera efectivo un cheque.
El cajero, después de llamar a un empleado de seguridad, pidió a la mujer que se identificara.
La mujer no salía de su asombro, pero al fin consiguió articular. "Pero, Ernesto... ¡si soy tu madre...!"
Si crees que tiene gracia,
¿cómo es que tú mismo
no logras reconocer al Mesías?
Una ostra divisó una perla suelta que había caído en una grieta de una roca en el fondo del océano. Tras grandes esfuerzos, consiguió recobrar la perla y depositarla sobre una hoja que estaba justamente al lado.
Sabía que los humanos buscaban perlas, y pensó: "Esta perla les tentará, la tomarán y me dejarán a mí en paz".
Sin embargo, llegó por allí un pescador de perlas cuyos ojos estaban acostumbrados a buscar ostras, no perlas cuidadosamente depositadas sobre una hoja.
De modo que se apoderó de la ostra -la cual no contenía, perla, por cierto- y dejó que la perla rodara hacia abajo y cayera de nuevo en la grieta de la roca.
Sabes exactamente dónde mirar.
Por eso no consigues encontrar a Dios.
Un vaquero iba cabalgando por el desierto. De pronto se encontró con un indio tendido sobre la carretera, con la oreja pegada al suelo.
"¿Qué pasa, jefe?", dijo el vaquero.
"Gran rostro pálido con cabellera roja conducir Mercedes-Benz verde oscuro con pastor alemán dentro y matrícula SDT965 rumbo oeste".
"¡Caramba, jefe! ¿Quieres decir que puedes oír todo eso con sólo escuchar el suelo?"
"Yo no escuchar suelo. Hijo de puta atropellarme".
Subió un hombre a un autobús y tomó asiento junto a un joven que tenía todo el aspecto de ser un "hippy". El joven llevaba un solo zapato.
"Ya veo, joven, que ha perdido usted un zapato..."
"No, señor", respondió el aludido. "He encontrado uno".
Es evidente para mí;
lo cual no significa que sea cierto.