Cuando Robert, un cuarentón, se enamoró de su vecina de catorce años, vendió todo lo que tenía y hasta aceptó hacer oras extras en su tiempo libre para ganar suficiente dinero y poder comprar a su novia el carísimo reloj que ella deseaba. Sus padres estaban consternados, pero decidieron que era mejor no decir nada.
Llegó el día de comprar el reloj, y Robert regresó a casa sin haber gastado su dinero. Y ésta es la explicación que dio: "La llevé a la joyería y ella dijo que, después de todo, no quería el reloj. Que le hacían más ilusión otras cosas, como una pulsera, un collar, una sortija de oro..."
"Y mientras ella lo fisgaba todo sin decidirse, recordé lo que una vez nos contó nuestro maestro: que antes de adquirir algo debíamos preguntarnos para qué lo queríamos. Entonces comprendí que, después de todo, yo no la quería realmente, de manera que salí de la joyería y me marché".
Llegó el día de comprar el reloj, y Robert regresó a casa sin haber gastado su dinero. Y ésta es la explicación que dio: "La llevé a la joyería y ella dijo que, después de todo, no quería el reloj. Que le hacían más ilusión otras cosas, como una pulsera, un collar, una sortija de oro..."
"Y mientras ella lo fisgaba todo sin decidirse, recordé lo que una vez nos contó nuestro maestro: que antes de adquirir algo debíamos preguntarnos para qué lo queríamos. Entonces comprendí que, después de todo, yo no la quería realmente, de manera que salí de la joyería y me marché".
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